La guerra de los románticos y el estado actual de la música occidental

by caminosdebosque

La situación actual de la música occidental es absolutamente excepcional. Nunca antes ha habido ni una audiencia ni una infraestructura alrededor de ella tan impresionante como la que actualmente existe. Las salas de concierto se llenan a diario en todo el mundo, decenas de grabaciones son creadas y distribuidas todo los días, grabaciones que son subsecuentemente devoradas por un mercado muchísimo menor al de la música popular, pero firmemente devoto. Sin embargo, una rápida mirada a cualquier programa de conciertos o a cualquier lista de las grabaciones más vendidas del mes revelará algo dolorosamente obvio: con poquísimas excepciones, ninguno de estos compositores está vivo. Es más, la enorme mayoría ni siquiera vivió más allá de la Segunda Guerra Mundial.

Sobra aclarar que en la época de los más célebres compositores la situación era muy distinta. Parte de la razón por la cual los catálogos de Bach, Haydn y Mozart son tan extensos es la demanda constante que el público y sus empleadores ejercían sobre ellos para producir nuevas obras. Los grandes maestros del Barroco y el Clasicismo componían sus obras pensando en gran parte en la recepción del público y los críticos en el estreno, que seguramente sería tan sólo unos pocos días después de que la pieza estuviese completa. Si una pieza particular no salía del todo bien, entonces seguían por su camino y comenzaban otra.

Este ritmo de trabajo y esta visión de la música desarrolló en los maestros la perfección técnica,  el absoluto dominio del lenguaje que les permitió alcanzar las alturas que alcanzaron. Tras la muerte de Beethoven, el mundo musical europeo empezó a tomar consciencia de la excepcional ebullición de genio artístico que había ocurrido en la música desde los últimos días del Alto Barroco, una explosión comparable tal vez únicamente al Renacimiento Florentino y a la época vital de la arquitectura gótica.   Naturalmente esta consciencia se convirtió rápidamente en un peso, y tras una generación más de indomable genialidad (Chopin, Schubert, Schumann, Berlioz, etc.) las implicaciones de componer “bajo la sombra de gigantes,” como lo diría Brahms, se volverían un tema de vital importancia en el mundo musical.

En torno a dos maneras distintas de confrontar este dilema se formaron por dos bandos en lo que luego vendría a denominarse la “guerra de los románticos.” El primero, liderado por Franz Liszt y Richard Wagner y autodenominados “progresistas,” tomó por bandera las desorientadoras aventuras tonales de Hector Berlioz, particularmente la “Symphonie fantastique.” Esta obra, basada en una historia de un joven amante y sus visiones opioides, formaría la base de lo que llegaría a llamarse la música programática, música “sustentada” en un texto  o una imagen acompañante que le diese verdadero sentido.  Por medio de la música programática, Liszt, Wagner y sus seguidores buscaban abandonar las formas tradicionales del clasicismo (la sinfonía, la sonata, etc.), junto con la rigidez del sistema tonal, para crear arte que traspasara fronteras disciplinarias, informados por una visión del artista como una cuasi-deidad que lideraría a la sociedad del futuro. En su concepción (particularmente la de Wagner) el gran artista era un visionario infalible, cuya obra lideraría a la humanidad a un mundo mejor. El público estaba obligado a seguir, así no disfrutara de la obra, o ni siquiera la entendiese; el artista siempre tendría la razón.

Del otro lado estaba la facción conservadora, formados alrededor de Johannes Brahms pero defendida en público principalmente por el crítico vienés Eduard Hanslick, quien abogaba la vigencia de los géneros y formatos abstractos (libres de la intromisión de fuentes no musicales) de los maestros del clasicismo. Para Hanslick y los demás conservadores, su propio pasado era la fuente más importante que tenía la música, infinitamente superior a la influencia literaria y filosófica de los progresistas. Siguiendo este tren de ideas, Brahms y sus simpatizantes enfatizaron a los compositores del pasado en sus programas como concertistas, manteniendo a compositores que muchas habían muerto hacía más de un siglo, como Bach y Handel, en las salas de concierto.

Tras la muerte de estos compositores el mundo musical terminó por aceptarlos a todos, y las ideas de ambas facciones terminaron por ser tanto victoriosas como perdedoras, cada una en un frente distinto de la batalla. Esta extraña división de la “victoria” tras la guerra de los románticos fue absolutamente determinante para el futuro de la música, y es indudablemente la causa de su actual limbo.

En la sala de concierto ganaron los conservadores. En su tiempo como director de la Singakademie en Viena, Brahms instauró una programación que conformada casi exclusivamente de compositores ya muertos, desde Mendelssohn hasta el renacimiento, y muchos miembros de su círculo, tanto intérpretes como directores, harían lo mismo con sus propias presentaciones. Convirtieron así a la sala de conciertos en una especie de museo, un templo al pasado, y cambiaron fundamentalmente la mentalidad y las expectativas del público. El trabajo de estos músicos llevó a que ser seguidor de la música clásica implicase un alto nivel de familiaridad con el canon establecido de obras maestras y grandes compositores, familiaridad que requiere de tiempo y esfuerzo, y crea una gran cantidad de expectativas. Esto creó un público muchísimo menos receptivo a la novedad, un público que delegaría la formación de verdaderas opiniones al ahora inmenso aparato crítico y musicológico, un público que jamás seguiría a un músico vivo y a su obra con ninguna especie de fervor: si un artista no ha sido pre-aprobado por la voz infalible del canon, no hay por qué perder el tiempo con su trabajo.

Sin embargo, del lado de los compositores, la victoria de los progresistas fue casi total. En los últimos años de la vida de Brahms, el último en morir de los involucrados en la “guerra,”  ya comenzaba a ser obvio a quién seguía la nueva generación de creadores. Richard Strauss y Gustav Mahler, con sus emotivas, turbulentas y confusas obras orquestales, llevarían a la música tonal a su extremo más absoluto, dividiendo al público y a la crítica. La siguiente generación sería la famosa Segunda Escuela Vienesa de Schoenberg y sus discípulos, quienes por medio de su total abandono de la tonalidad y la hostil oscuridad de su trabajo terminarían por destruir decididamente la relación simbiótica entre músico y público. De aquí en adelante existirían estas dos entidades en dos esferas separadas, casi siempre totalmente incompatibles; el público obsesionado con devorar mil y un interpretaciones del gran canon, el compositor obsesionado con sus visiones personales, infinitamente convencido de su genialidad.

La “emancipación de la disonancia,” como llamaría Schoenberg a su radicalmente innovadora versión de la música era tal vez un paso necesario, e indudablemente produjo un buen número de obras maestras. Sin embargo, estableció el precedente de radicalismo que llevaría a los compositores que lo siguieron a buscar ante todo la innovación y la novedad, costase lo que costase. En esta búsqueda el compositor perdió todo contacto tanto con el público como con el pasado, creando únicamente alrededor de sus propias ideas, sus propios deseos, sus propias formulaciones teóricas y filosóficas. Esto llevó naturalmente a un callejón sin salida; sólo puede haber una cierta cantidad de innovaciones radicales hasta que el asunto empieza a coger un aire circense, y gran parte de la música creada bajo esta mentalidad se siente vacua y sin sentido, una creación cuyo único propósito es satisfacer el narcisismo de su creador.

Al mismo tiempo, el “templo del pasado” en el cual Brahms y su círculo convirtieron la sala de conciertos ha creado un público privado de opiniones por la intimidante sombra del canon. El público actual aplaude sin falta, pero nunca con mucho entusiasmo, le gusta lo que se le ha dicho que es bueno, y aleja todo lo desconocido con un leve movimiento de la mano, hasta que en un par de años se le diga que es aceptable aplaudirlo, y de pronto incluso salir a comprar la grabación que recomienda la Guía Penguin.

Esta situación, aunque parezca terriblemente estéril, es poseedora de un gran potencial.La misma riqueza e infinita belleza de las obras maestras del pasado ha creado en los sectores más agudos del público estándares estéticos y un conocimiento musical verdaderamente admirables. También tenemos ahora más que nunca orquestas, intérpretes y directores de un altísimo calibre, gracias al mismo rigor del canon. La responsabilidad de llevar dicho potencial a su apogeo yace en manos de los compositores de las generaciones venideras. Tenemos el enorme beneficio de conocer a profundidad la historia de nuestro arte, de poder evaluar fríamente los eventos que nos trajeron al sitio donde estamos,  de resaltar los errores que se cometieron en el camino.  Para salir del estanco hemos de despegarnos de los dos venenos fatales que han nublado el proceso mental de nuestros predecesores durante los últimos 150 años: la nostalgia y el radicalismo.

Tenemos acceso a una riqueza histórica sin precedentes, una riqueza histórica que jamás nos permitirá trabajar con la fluidez e inocencia de Mozart y Haydn, pero que nos puede dar igualmente muchas ventajas. No veamos en el pasado un enemigo opresor del cual nos tenemos que liberar a toda costa, pero tampoco veamos en él un libro de leyes infalible. Adoptemos mejor una visión del pasado como una caja de herramientas, todas las cuales podemos estudiar a fondo. Aprendamos cómo se usaban todas y cada una, pero sobre todo aprendamos lo que es aún más importante: el propósito de cada una de estas técnicas. Una vez estudiadas, asimiladas y entendidas, usar o ignorar cada una de estas herramientas  a consciencia nos ayudará a crear nuestro propio trabajo, no como una ensalada de influencias y alusiones distintas, sino como una entidad que se sostenga por su propia cuenta, con su propia voz para su propio tiempo. Sólo el artista que domine profundamente su lenguaje puede aspirar a crear algo bello y coherente, y nuestro lenguaje musical es ahora más rico que nunca.

No veamos tampoco en el público únicamente a un enemigo, una bandada de filisteos que han de ser confrontados y violentados a toda costa. El verdadero artista busca generar una experiencia constructiva en su público, y aunque esta experiencia puede ser a veces difícil y conflictiva, la confrontación radical sin propósito más allá de sí misma es vacía y arrogante. Dejemos de creernos el cuento Wagneriano: los más grandes artistas pueden haber llegado a ser agentes de lo divino y lo eterno, pero el artista no es ningún ser superior, y esta arrogancia lleva a un narcisismo que aísla al artista totalmente de la realidad, y por ende de su materia prima. No hay que ceder jamás una idea que nace con verdadera convicción porque esta guste o no al público actual, ni crear exclusivamente para este, pero tampoco hay que ser pedantes.

En el fondo lo que podemos aprender de este incidente, raíz de nuestros problemas actuales, es que ideologizar el arte puede ser fructífero en un comienzo, pero inevitablemente destruye su esencia. No podemos olvidar que la música es, como todo arte, un lenguaje, la técnica siendo su gramática. Al igual que la gramática, la técnica tiene razón de ser, y una vez la hemos entendido a profundidad, podemos utilizarla como herramienta, en vez de estar regidos por ella. No podemos olvidar tampoco que el arte forma parte del diálogo cultural, cuyo propósito es el mejoramiento y crecimiento espiritual de una sociedad particular, en este caso la occidental. El gran arte es creado generalmente por individuos con la capacidad de pensar independientemente y evaluar al mundo de manera racional, pero no es creado para satisfacer el ego de los mismos; el gran arte es creado ante todo como parte esencial de este diálogo cultural. El camino hacia delante está en estas lecciones del pasado: seamos pacientes, seamos estudiosos, seamos perseverantes y seamos valientes. Ante todo seamos artistas, en plena consciencia del propósito del rol y lo que implica.

– E.A.